Aquel certamen era como el queso artesanal, el hecho a mano a partir de experticia campesina y recetas ancestrales. Era un producto original que hablaba de la satisfacción y del esmero de sus ignotos productores para que su sabor, aunque complejo, así como su forma caprichosa y olor singular que solo el tiempo le daba, cautivara la pupila, el paladar y la mente del lejano y desprevenido consumidor al abrir las hojas que contenía tal literario manjar y que, al interiorizarlo, además del disfrute a plenitud que le producía, le ponía alas a su imaginación.
No se trataba, entonces, de un renombrado desuerado de marca y encuadernación de lujo, mucho menos, de aquellos con estirpe de editorial publicitada y prólogos de encumbrados. Tampoco, de un procesado manjar de elevado precio y exclusivo para un refinado y reducido público que pide siempre por catálogo, no tanto para su consumo y degustación. Estos suelen hacerlo para que otros sepan que los coleccionan en los estantes de sus refrigeradas bibliotecas.
Sí, aquel oficio literario rupestre era como el queso artesanal, sin grandes pretensiones mundanas, elaborado a mano y con pocas reglas para alimentar el alma de los sensibles que aún quedan en el mundo. Sin embargo, para subirle de categoría al certamen, tal vez, hasta con buenas intenciones, alguien decidió agregarle ají a la cuajada durante su proceso de maduración.