Sentado en la banca del parque, como lo hizo a su lado al ennoviarse y hasta ir envejeciendo, Misael Mauricio miraba por sobre unos árboles. Parecía conversar con alguien a quien, cual, si estuviera a su lado, le acariciaba la mano.
—Si hoy partiera, como tal parece por el avance inexorable de la ponzoña en mis pulmones, ¿qué sería de ti, mi vieja linda?
—¡Tú lo sabes!, ¿acaso dudas o temes algo?
—Nunca quisimos tratar este tema, ni dejar arregladas las cosas, pese a tantos casos que conocimos y criticamos por los disparates que hicieron, cuando no fue el viudo fue la viuda, con procederes ilógicos al quedar algo de patrimonio.
—Cuando el lío no fue entre hijos, nietos y demás parentela por la repartición, la furrusca la propiciaron los propios cacrecos con amores falaces que se les aparecieron por ahí… ¡todos al agüeite de lo que dejó el difunto!
—Pasiones insanas que tan pronto los querellantes fraternos o los mozos zalameros se hicieron con lo suyo —la interrumpió amoroso—, terminaron por corroerles la salud que les quedaba, y sin un centavo para pagarle al matasanos, menos a la enfermera para que les asee la cola. Por eso, Luz Adriana, antes de casarnos te prometí aquí mismo que nos iríamos juntos… ¡al tiempo!
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Una brisa suave del este, color magenta, recogió de la banca de aquel parque la silueta de Misael Mauricio y la retornó a la UCI, en donde la congestión con pacientes era dramáticamente evidente; muchos intubados, otros bocabajo, aquellos con escafandras… casi todos en las puertas del olvido, como ahora también lo estaba Luz Adriana, ahí, en la siguiente camilla.
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