Después de cenar, como a eso de las ocho de la noche, debido a un estado de ánimo deplorable y por un bostezo que sistemáticamente me hundía en un laberinto de idiotez crónica. Decidí darle un obsequio a mi esqueleto, agotado por las horas de trabajo que no parecían concluir. Le di el descanso. Penetré en la habitación más dichoso que un enamorado cuando descubre que dentro de unos minutos recibirá su primer beso. Me despojé de mis ropas y con una suavidad casi imperceptible me deslicé sobre la cama. Todo estaba perfecto. Ningún sonido que obstaculizara mi trayectoria hacia la paz interior. Incluso ambienté la alcohoba con un fondo musical de música clásica a bajo volumen y después de un ¡Click! apagué la lámpara fluorescente ingresando en esa oscuridad permanente y hermosa. Fue, cuando al cabo de una hora encontrándome semidormido, sentí en la espalda un pinchazo tan fino como horroroso, que me hizo incorporarme de ipsofacto de la cama. ¡Ay Dios! fue la única exclamación que pronuncié. Permanecí un rato, como tres minutos, sentado en la cama, embobado más por la impresión de la sorprendente manera con que el pinchazo me despertó que por otra causa. Volví a recostarme, esta vez con los brazos detrás de la nuca, más tranquilo que al comienzo, cuando sentí en el cuello otro pinchazo que hasta me puso la carne de gallina. Seguí acostado sin deseos de levantarme y decidí envolverme de pies a cabeza— «Un inofensivo zancudo no me impedirá descansar» — Pensé entre incomodidad y sueño, cuando de un momento a otro sentí piquetazos por todo el cuerpo; Me rasqué como nunca. Salté de la cama como un resorte, aturdido por la descarga indiscriminada del diminuto y desgraciado zancudo. Encendí la luz y con una de mis zapatillas inicié la búsqueda del animal. Estaba Invadido por una furia sin límites que me impedía respirar con normalidad, sentía el aire congelarse; la mandíbula adormecida por el rechinar de los dientes. Y en un punto de la cama lo vi y tratando de aplastarlo con todo el odio me brotaba de los poros, descargué mi zapato sobre aquel despreciable insecto, sin percatarme que debajo de él se encontraba mi reloj quebrándole la caratula. La sangre me hervía y una locura criminal me invadió todo el cuerpo. Tan pronto como pude, agarré un pedazo de tabla que tenía en un rincón del cuarto y correteándolo por todas partes, tratando de destrozarlo, uno de los zarpazos dio en el espejo Patas de León haciéndolo añicos. Otro dio en el radio que estaba sobre la mesita de noche, quebrándole la rueda del dial, dejándolo sin sonido. Sin embargo, seguía rascándome como un condenado debido a los piquetazos insistentes del maldito animal. Y ya cansado de tanta persecución me desplomé sobre la silla y quedé observando los destrozos en la habitación. Maldije como nunca al insecto y mientras me sumergía en un ritual de odio y maldiciones, lo sentí de nuevo. Sentí cuando me ensartaba su aguijón en la mano izquierda. Ahí estaba subsionándome la sangre, quedé paralizado, no podía dejar escapar aquella oportunidad. Con la mano derecha busque algo para eliminarlo, saboreando de antemano aquel crimen que dentro de unos segundos consumiría. Lo único que pude alcanzar fue un desarmador viejo. Lo apreté con la mano fuertemente. Una sonrisa de placer asomaba a mis labios como de locura, pero de venganza. Calculé el golpe definitivo y en fracciones de segundos ¡zas zas! se lo clavé de cuajo al insecto, que no le dio tiempo de sacar su aguijón. Quedó hundido en una fuente de sangre que brotaba persistentemente. Y mientras saboreaba mi victoria un dolor agudo comenzó a invadirme el brazo izquierdo hasta que poco a poco fui perdiendo el conocimiento.
Desperté en el manicomio del kilómetro cinco. La mano izquierda la tenía vendada y la otra amarrada a un borde de la cama. Y por más que repetí mi historia, la verdad, nadie creyó el incidente del zancudo.
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