Después de cenar, como a eso de las ocho de la noche, debido a un estado de ánimo deplorable y por un bostezo que sistemáticamente me hundía en un laberinto de idiotez crónica. Decidí darle un obsequio a mi esqueleto, agotado por las horas de trabajo que no parecían concluir. Le di el descanso. Penetré en la habitación más dichoso que un enamorado cuando descubre que dentro de unos minutos recibirá su primer beso...
Al final, decidí entrar a la Casa del Café. Segundo piso de Metrocentro. Esperé a una dama que desconocía por completo. Me ubiqué frente a las paredes de vidrio de dicho local, por donde miraba transitar a la gente. Los negocios, a lo largo del pasillo, esperaban a sus clientes, mientras la multitud avanzaba en distintas direcciones. Estaba a la deriva, convertido en mitad hombre y mitad celular, no había término medio.
Hace mucho tiempo que no venía a este lugar, donde tantos artistas y escritores debutamos, con nuestros primeros recitales y con la complicidad de los amantes de la cultura. Era un desfile interminable de personas que llenaban los pasillos. Murmullos, música, pisadas, un ir y venir, todos los días se intercambiaban los rostros en un marasmo de sensaciones. Hoy es otra cosa, la soledad reina por los cuatro costados. Algunos cuadros que aún permanecen en las paredes descuidadas, convergen con el tímido movimiento de las plantas del pequeño jardín. Silencio, mucho silencio y de vez en cuando una ínfima racha de viento misteriosa que eriza la piel. Las tres mesas de hierro pintadas de azul, son los únicos vestigios de cultura que permanecen en la sombra.
Un hombre pequeño, como por arte de magia, apareció y se dirigió hacia acá, donde aún servimos al orden: —No puedo más señor, debe escucharme. Vengo desde muy lejos y he tenido que dormir en las calles y probar alimentos hasta de los botes de basura. Pero aquí estoy. Vengo a poner una denuncia ‒dijo aquel viejo que entró a la estación policial.
Marcelo era el niño más pequeño del barrio. Tan negrito que brillaba como un tizón cuando se exponía al sol. Era tan negrito que sus amiguitos le apodaban el diablito; con su chorcito remendado y descalzo corría en las calles de El Coyolar todos los días en las tardes. Después que llegaba de la escuela se unía a los demás chavalos para jugar chibolas, La perra corrida, Doña Ana no está aquí, La lepra y, sobre todo, a la bola de hule. Incansable el cipote. Y los demás, molestándolo.
Viajar al mar un día martes es algo extraño, claro que no es normal. Pero eso sucedió. Decidimos aventurarnos a las playas de Poneloya, para ser más precisos, a la bocana. El calor intenso de semana santa nos obligó y todos, de alguna manera, nos pusimos de acuerdo. Y zarpamos.
«¡Podéis ir en paz!», dijo finalmente el cura Jesús, despidiéndose de los feligreses. La iglesia el Nuevo Rosario volvió a su antigua condición de silencio, incienso de sándalo y oscuridad.
El cura Jesús tenía cinco años de ejercer el sacerdocio y sus últimos años como seminarista, los llevó a cabo en el extranjero. Al terminar sus estudios religiosos, solicitó a sus superiores el traslado a su pueblo, donde se necesitaba un cura que rogara por las almas de los vivos y de los muertos.
Si esta biblioteca pudiera hablar y contara todos los acontecimientos misteriosos que han ocurrido en ella, en sus pasillos anchos y retorcidos, en los estantes de libros, donde en muchas ocasiones se vio reflejada en el piso, la sombra de alguien que no estaba. O las mesas y las sillas ordenadas deliberadamente en cruz, sin que nadie pudiera brindar una explicación de lo sucedido.
Tenía que esperarte una hora, contando las sombras que pasaban a mi lado, analizando los rostros, diversificando semblantes. En la esquina del coyol y la cuajada, de los tricicleros hambrientos y de goma. Mientras una cantilena de clamor y de venta pretendía a cada instante invadir el espacio de los compradores y también de los ladrones que siempre al acecho de la presa buscaban realizar su gestión del día.
Sucedió en el poblado Las Lajas, en los ardores de los primeros días de la revolución. El dictador había sido derrocado por el pueblo en armas. Iniciaba la organización de la defensa civil y la vigilancia, con el propósito de impedir infiltraciones de guardias que andaban huyendo y escondiéndose en arrabales y montañas.
Las Posadas Navideñas han tejido un hilo cultural que une a México y a varios países de Latinoamérica en una celebración única. Esta entrañable tradición, que se mantiene viva con el paso de los años, encuentra sus raíces en las costumbres religiosas y las expresiones comunitarias.