Ese miércoles día de su cumpleaños, Víctor recibió una carta del gobierno donde le informaban que había sido seleccionado para participar en un programa experimental de felicidad obligatoria. Por lo que le implantarían un chip en el cerebro que lo haría sentirse feliz todo el tiempo, sin que importaran las consecuencias. Víctor no podía negarse.
Al principio, se sintió alborozado, no cabía en ningún lugar su alegría. Todo le parecía maravilloso. Sin embargo, al paso de los días se dio cuenta que experimentar otra emoción era imposible. No podía llorar, enfadarse, ni sorprenderse. Mucho menos amar, odiar o sentirse temeroso. Solo podía sonreír.
Vivir feliz era su condena. Y eso era lo más triste de todo.
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