Luego de haber ganado los anteriores siete combates, por ende, fama en la región por mi porte y bravura, en la octava me descuidé un instante, ¡lo reconozco! Fue cuando el Saraviado, al que tenía de un ala, voló sobre mí y me clavó su espuela en el pulmón. De ahí mi nuevo apelativo que poca gracia me hace: ‘¡el Pulmoniado! Prefiero el de siempre: ‘el Colorado’, que va con mi estampa y demás cualidades.
Esa vez mi criador y entrenador, al verme herido y echando sangre por el pico, me alzó y zangoloteó de una manera brutal para que expulsara la que se me acumulaba en mis entrañas y evitar que me ahogara. Procedimiento diferente al que vi hacer a los amos de los siete que vencí en ocasiones anteriores. A estos, me pareció, que aquellos les ayudaron a morir ahí mismo.
—Lo salvé, no solo por su fama, ‘lidia’ y el dinero que me hizo ganar en todas sus peleas —le dijo a alguien en el corral de las jaulas en la casa del pueblo donde me ayudó a recuperarme casi por completo; menos mi canto que todos admiraban y me enorgullecía, ahora es ronco y produce risa; ni por completo el brío de antes, tal vez al faltarle aire a mis pulmones —. ¡Su semilla vale oro!
Desde entonces mi oficio es pisar cuanta gallina fina seleccionada me lleva para sacar ‘crías ganadoras’, como me dice cada vez que se aparece con alguna. Así lo hizo cuando me presentó a la Quica. Matrona pequeña, brava y admirable con quien nos emparejamos luego de recobrar algo de alientos y entender que jamás volveré al ruedo ni a tener peleas fieras. Si acaso con uno que otro volantón cuando se le da por enfrentarme o querer dormir en la rama que escogí desde mi llegada a este predio rural. Aunque todos ellos saben que por más que les hierva la sangre, que es la mía, que canten más fuerte y bonito que yo, que por más que quieran y valientes se crean, en franca lid de mis picotazos vivo ninguno saldría.
Por eso, al ir creciendo y volviéndose retadores, los regresa a las jaulas del pueblo donde, aunque por el reumatismo y otras dolencias ya no entrena gallo alguno ni volvió a las riñas, buen dinero por la venta de cada uno de mis hijos recibe, fuera de las montas que hago, por las que bien caro sí que cobra. ¡Tengo entendido!
A estos lares llegué en compañía de la Quica. Le escuché que nos trajo y liberó a nuestra suerte porque, cuando le comentaron que por aquí había runchos, comadrejas, culebras, rapapollos y hasta águilas, además de los gatos y los perros cazadores de la casa, dijo:
—Si se los comen es poco lo que se pierde. La Quica, aunque de estirpe y fama cuando joven, ahora es vieja, por lo que para la cacerola es carne dura. El otro, por su lesión en el pulmón, no es mucho lo que le queda. En cambio, si se adaptan y sobreviven, les abren el camino a los jóvenes que tengo en los corrales de la casa del pueblo. ¡Prueba y error, a menor costo y mejor proteína para sus crías!
Una vez nos liberaron, en efecto: los peligros estaban por doquier. Los humanos de aquella casa grande pronosticaban que de un momento a otro algún depredador nos comería. A veces le escuchábamos a la señora:
—Ojalá la Quica ponga huevos para dejar de comprarlos en el pueblo.
Por esto último, durante los primeros días, nos siguieron para saber dónde mi consorte se echaba. Eso sí, además de la cantidad de alimento silvestre que hay por aquí, mañana y tarde nos servían, y todavía, abundantes dosis de maíz. Además, siempre agua fresca en vasijas hay cerca de la casa principal.
La Quica y yo entendimos el juego y asumimos la situación y el riesgo en el que nos encontrábamos. Por lo que, en cuanto a los depredadores, además de hacerles el quite a unos, evitar a otros y enfrentar a dúo y a picotazo limpio a los ineludibles, seleccionamos un árbol cerca de la casa. A este, por lo alto y mi falta de respiro tras la pulmoniada, aún no me es tan fácil subir volando, como lo hace ella en el primer intento. Tras unos cuantos envíos al fin logro la rama más baja y de ahí, de brinco en brinco, las más altas y espesas donde atenuamos gran parte de los peligros nocturnos.
Como estábamos dispuestos a asegurar la camada, ¡la prolongación de nuestra especie!, escogimos un lugar distante y algo seguro para la postura de los huevos.
Los de la casa, aunque algo defraudados, de vez en cuando seguían a la Quica para saber dónde se echaba. Jamás entendieron nuestra estrategia de engaño para evitar que descubrieran el nido. Mientras ella se internaba en una especie de bosquecillo tupido, yo cantaba a grito herido, ¡literal!, por lo del pulmón agujereado, desde lo alto de un risco. De esa forma llamaba la atención de aquellos y le permitía a ella su escapatoria hacia un rancho abandonado a mitad de un lote cercano. Allá, bajo unos corotos en desuso, puso su primera gran camada.
Como los de la casa no se daban por vencidos en la búsqueda de los huevos, a mitad de nidada la Quica decidió quedarse allá, no regresar a la casa, tampoco a dormir en el árbol. En la noche los huevos quedaban totalmente desprotegidos.
¡Sacrificio admirable hizo esta pequeña pero valiente gallina!
Por los lados del rancho donde estaba el nido poco alimento había, tampoco agua. Lo que abundaba era el peligro, tan fuera de día o de noche; por lo que poco comía, ni dormía. Su pico certero con fiereza a toda hora esgrimía. En el día con mi fugaz presencia en algo le ayudaba y uno que otro refrigerio le llevaba… ¡era lo único que la Quica merendaba! Con mayor razón cuando cascarón rompieron los polluelos.
—Hace más de una semana que la Quica desapareció —escuché una tarde de esas cuando fui a comer maíz y tomar agua antes de intentar volar hacia la rama del árbol donde ahora dormía solo, aunque desde allá podía otear el rancho donde permanecía la Quica con mis semillas, ahora germinadas y hambrientas.
—Lo más seguro —comentó alguien—, algún depredador se la comió. ¡Qué lástima!
Sabíamos que teníamos que buscar el refugio de los de aquella casa. Aún eran muchos los picos por alimentar. Sin esa protección con dificultad lo lograríamos. Eran pocas las fuerzas y las carnes que le quedaban a la Quica. Además, los rapapollos y otros rapaces seguían atentos en el aire. Estos se alzaron dos de los polluelos y una cifra similar iba por cuenta de roedores y rastreros durante las dos últimas noches; pese a la defensa fiera que ella, día y noche, y yo en el día, hicimos para evitarlo.
Para el largo y peligroso desplazamiento con los polluelos hacia la casa principal escogimos, por estrategia concebida en nuestras molleras, la hora de la mañana cuando siempre alguien echa maíz en los recipientes y me llama para que vaya a comer.
La Quica tenía entrenados a los polluelos para tirarse al piso y extender sus alas entre las hojas cada vez que del cielo apareciese un peligro. Los cuales, esa vez, no faltaron. Tres veces hubo intentona de un gavilán que patrullaba por allí. Su silbido de muerte, en lugar de amedrentarnos nos envalentonó. Los polluelos se escondían entre la hojarasca. Ella y yo enfrentamos al rapaz con picos y espuelas a discreción. Aquel evitó una muerte segura si al menos se hubiese acercado.
Tal algarabía llamó la atención del joven amo de la casa principal. Él es el hijo del criador y entrenador, ahora retirado del segundo de estos dos oficios. Aguzó el oído al escuchar los graznidos, el piar y el cacarear. De inmediato llamó a su esposa para que lo acompañara a ver el:
—¡Milagro de vida! —como gritó la esposa al contemplar la desgarbada y famélica gallina Quica y los diez polluelos sobrevivientes que corrían rumbo al sitio del agua, junto al recipiente del maíz.
Me quedé cerca de ahí. Había cumplido en parte mi misión. Aunque sabía que en adelante nuestras vidas cambiarían; tanto la de la Quica, los polluelos, por ende, la mía.
—Esta gallina es una luchadora de miedo… ¡muy verraca! —le escuché decir al joven esposo, quien iba cogiendo uno a uno los polluelos, pese a la débil defensa de la desgarbada madre, para llevarlos a un corral donde los protegería mientras llamaba a su padre para darle la noticia y fuera a encargarse de estos—. Tuvo que haber defendido a muerte sus huevos y polluelos durante más de tres semanas que lleva desaparecida y la dimos por muerta.
Cuando llegó el cuidador llevaba una de las jaulas que tenía en su casa del pueblo, donde nací, me crie y mis heridas curé después de ser ‘pulmoniado’ por el Saraviado. Jaula en la cual, desde entonces, tienen a mi Quica, ya recuperada y fiera como siempre. Aunque ya no me permiten que la pise, ahí sin falta pone sus huevos, sin mi semilla. Estos los consumen los de la casa que nos salvaron.
Eso sí, desde la mañana, cuando bajo de la rama del árbol, al cual cada vez me es más difícil subir, y durante casi todo el día, siempre estoy cerca de ella, cuidándola y acompañándola, alrededor de su jaula… excepto cuando traen del pueblo alguna nueva matrona o ponedora para lo del negocio familiar.