Cuando por fin nos encontramos en aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre otras tanta que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI, allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.
Historia que, desde luego, por seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas...
Con esto de las comunicaciones en tiempo real la vida cambió dramáticamente, literal: ¡le dio una voltereta a la humanidad! Con mayor razón, con lo del inoculado virus, arma mortal en esta guerra prolongada, y por demás injusta, entre potencias a la siga de mayores rendimientos económicos a costa de la salud y hasta de la vida, sobre todo las de los sin nada, también las de los que dicen tener algo, pero que jamás les será suficiente, siendo esta su mayor pobreza, lastre social y condena inexorable.
Hermano, la historia que le vengo contando a retazos es algo larga, pero trataré de abreviarla para que la ordene, le ponga gracia y se la relate al mundo, por favor.
Cuarenta y tantos años llevo casado con Eduviges Alcira Dávila. Desconocía, entre otras tantas, esta interesante historia de su bonita infancia, ¡más no por eso fácil! Tal parece que fue una época dura, razón por la cual, quizá, casi nunca me habla de su niñez, mucho menos de las afugias por las que atravesó.
Me quedé solo cuando el profesor Flaminio y los demás compañeros de la escuela partieron hacia la finca La Dorada ¡aquella fue una sensación indescriptible!, ¡inolvidable!; me aguaita desde entonces. —Es una salida ecológica —nos dijeron días antes—; deben llevar tres meriendas, bebidas y una gorra para protegerse del sol. —Hijo, no hay plata —dijo mamá la tarde anterior… ¡y era verdad!, dramática y dura verdad—. El profesor Vásquez lo sabe y entenderá.
Además del cruel impacto físico y mental que trajo de regalo la incubada pandemia, es
decir, la nueva guerra global dispensada por las potencias en procura de la mercantil
predominancia y el control del ‘nuevo orden mundial’[...]
Este es un relato de ficción subcontinental con algunos temas que de pronto un lector acucioso, otros le dirán supersticioso, podría asociar con la contagiosa realidad que por estos tiempos del olvido, en las alas del éter, vuela de montaña en montaña, de país en país, de continente a continente… de persona a persona.
Como a todos casi nos pasa al volvernos abuelos, ¡o eso creo!, o escuché por ahí, al llegarme el sorpresivo turno… ¡humanos sentimientos encontrados me rasguñaron por dentro el pecho! No obstante, desde cuando lo tuve entre mis brazos, esa primera y mágica vez, y me miró, como si fuésemos viejos conocidos, hospedándose en lo más recóndito de mi existir, lo escuché. Me habló con ese rayito de luz escapado de sus incólumes pupilas:
—Abuelo, soy el complemento de tu vida, así como la prolongación de tu existencia...
Esa tarde solo quería caminar por ahí, por las calles del centro histórico de aquella ciudad subcontinental. Solo eso y, tal vez, leer en los rostros de los anónimos transeúntes capitalinos, como es mi involuntaria costumbre, historias de angustias represadas, pecados guardados, calladas ambiciones, así como candentes iras sociales por mucho tiempo aguantadas, pero a punto de estallar ante cualquier inesperado como insulso chispazo. Sí, solo eso quería, nada más.
Tras casi cincuenta años de asfixiantes trabajos forzados en la atafagada ciudad capital de aquel país subcontinental, en vías de desarrollo desde hace más de doscientos años, y único en el planeta tierra, cuatro prestigiosos profesionales de diversas disciplinas decidieron refundirse, de manera parcial, en compañía de sus respectivas parejas.