Con su mirada perdida en lontananza, cuando iban adonde la enclaustraron al dejarles de ser Ćŗtil y volverse Ā«un perequeā¦ ademĆ”s, Ā”costoso!Ā», como pensaban sin decirlo, paliaba el dolor de haber sido buena persona y, al llegar a vieja, confiar en todos, sobre todo en ellos: sus hijos...
Desde mi camilla observaba al viejo mirar a su hijo postrado en aquella cama de hospital. Las blancas paredes parecĆan perforar sus pupilas, al lado de una ventana colgaba un crucifijo de madera. Su dolor se fundĆa con el Cristo y cayendo de rodillas mientras sostenĆa la mano de su vĆ”stago, comenzĆ³ a rezar prometiendo no mentir el resto de sus dĆas si su hijo sanaba...