Los atardeceres empezaban a refrescar en la ranchería. La visita a la casa que se convertía en centro de reunión los dos meses anteriores al día de muertos iniciaba a las cinco de la tarde. Se disponía todo lo necesario sobre la mesa cubierta con un mantel de hule floreado. Empezaba la hechura de las coronas de muerto, actividad que la tía Mela comandaba en la familia.
Cuando por fin nos encontramos en aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre otras tanta que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI, allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.
Historia que, desde luego, por seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas...