Carolina tenía una historia para niños qué contar y la plasmó en un libro. La historia contenida en el libro quiso cobrar vida y pidió convertirse en obra de teatro. Carolina acudió a sus amigos y ellos entusiasmados dijeron: montemos la obra con los niños y niñas cercanos y sus familias.
El proceso en sí, de juntar una palabra con otra para estructurar un pensamiento de manera que sea comunicable, no debería de doler. El arte de escribir es un placer y por eso quienes escribimos andamos siempre en esto, ya sea escribiendo propiamente tal o pensando sobre qué escribir o recordando lo que ya escribimos. Es un placer y, en consecuencia, desarrolla una necesidad, una pulsión, una forma de enamoramiento...
De la inspiración se habla hasta el cansancio. Que si es un flechazo, como el de Cupido. Que si es un destello, unas musas, unos magos, un milagro, una puerta, un ancestro, un espíritu travieso que, de repente, nos abre el camino de un hermoso texto o nos regala una llave o un mapa o una brújula hacia un asunto que se presta para nuestras aventuras literarias. En el contexto de escribir nuestra historia esa inspiración nos diría por dónde empezar o qué personajes son claves o qué lugares recrear o qué tesoro hay en nuestra memoria que sirva de cimiento para la narrativa...
Ávidos por pulir un relato procedemos a sustituir los lugares comunes por otras formas más creativas y personales de decir las cosas. Ahora bien, es necesario ponerse a pensar (además de ser original) en qué realmente afecta esa “frase hecha” o lugar común. A veces es porque resta sinceridad donde el asunto de que nos crean es esencial, como en un testimonio o en una autobiografía, porque ahí la especificidad es el mayor aporte...
En el territorio compartido del idioma no existen solamente las palabras, las estructuras que les dan sentido, los giros locales, las convenciones gramaticales y ortográficas, etc. Existe además un bebedero, una fuente de frases ya hechas o expresiones que denominamos lugares comunes. Provienen de hallazgos interesantes o efectivos que algún autor le regaló a la humanidad y la humanidad, agradecida, quiso mostrar su admiración repitiendo la tal frase y adornando o mejorando su literatura con ella. Ese autor pudo ser un poeta, un novelista, un orador, un filósofo…
Algo que todos hacemos, escritores o no, es contar anécdotas. Son esas narraciones breves de lo que nos pasó en cierta oportunidad o de lo que vimos que a alguien le pasó y que nos parece tan interesante que sentimos la urgencia de transmitirlo. Algo interesante o curioso o divertido o increíble o que se sale de lo normal o que pinta de cuerpo entero a tal o cual personaje…
A una amiga que es una gran conversadora le pregunté que porqué esas historias tan coloridas e interesantes que contaba con tanta gracia y entusiasmo no las escribía. Me respondió que sin el alimento de la reacción inmediata de su audiencia no lograba fabricar relatos y que había probado pero que el resultado era frustrante. “Mis cuentos escritos -se lamentó- me parecen rígidos y desabridos; ya no son palabra viva”.
Dicen que muchos que han gritado ¡eureka! al encontrar algo que buscaban desesperadamente, lo lograron en el cotidiano y humilde acto de tomar una ducha o de sumergirse en una bañera. La explicación es que al soltarnos del estado de desesperación, la mente se libera y encuentra sin esfuerzo, es decir, en libertad.
Sugiero un ejercicio para afinar nuestras capacidades de observación. En una reunión permanezcamos en silencio por diez o quince minutos. Observemos a las personas: sus gestos, las interacciones, su manera de vestir, de ver a los demás, de intervenir o escuchar o callar. Todo tiene una manera específica de ocurrir: observemos con detalle, con minuciosidad.
Como volar, escribir se aprende lanzándose. Como los pájaros que vienen con el instrumental en la valija de las alas, quien escribe viene aperado con dos herramientas esenciales: algo qué decir y una necesidad visceral por decirlo. Y lo demás, como diría el guatemalteco Monterroso parafraseando al británico Shakespeare, lo demás es silencio. O sea que si usted ya tiene qué decir y le pica por decirlo, ya no pida nada más. Vuele. Escriba.
Cuando por fin nos encontramos en aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre otras tanta que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI, allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.
Historia que, desde luego, por seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas...