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Observar la naturaleza ha sido un acto de aprendizaje para el ser humano. Nuestros abuelos se despertaban al amanecer para recibir la primer luz del día y caminar con el sol. Muchas de las culturas nativas de América se regían por el movimiento de los astros, creando calendarios que calculaban el ritmo de las mareas, los solsticios, las épocas de calor o de las lluvias.
Los ciclos lunares regían los tiempos para ir a pescar, poner las semillas en la tierra y salir a recolectar frutos. Las mujeres que sabían hablar con las plantas, pedían permiso al cortarlas extrayendo sus propiedades medicinales para sanar a su gente. Por las noches se encendían fogatas para mirar las estrellas reforzando la identidad de los pueblos.
Así fue por mucho tiempo, pero la memoria se fue borrando a fuerza de un progreso que desintegraba a las comunidades ancestrales del continente a cambio de riqueza individual. Se gestó entonces la supremacía del hombre sobre la naturaleza para alcanzar una comodidad en la que se aspiraba a trabajar menos y disfrutar más. Fuimos educados para analizar todo desde un punto de vista egocéntrico, en el que el humano está en la cima de una pirámide volviéndose dueño y señor de toda criatura viviente.
Hemos colocado miles de especies animales, vegetales y minerales en aparadores universitarios donde la esencia de la vida ha desaparecido. Bajo esta lógica basada en el capitalismo patriarcal, se decidió que podemos usar y abusar del entorno por lo que hacemos minas para extraer oro o cobre, utilizando productos altamente tóxicos que se filtran a los mantos acuíferos, causando cáncer entre otras tantas enfermedades que afectan especialmente a las poblaciones más vulnerables. En otras palabras, vemos sin observar.
Fueron los australianos Bill Mollison y David Holgrem quienes acuñaron la palabra permacultura en los años setenta del siglo pasado. Ellos definieron así a los modelos creados por el ser humano que imitan los ecosistemas de la naturaleza. Dentro de estos sistemas, cada uno de los elementos que los conforman, mantienen una relación estrecha de reciprocidad, por lo que uno de los principios de la permacultura es “un elemento cumple múltiples funciones”.
Para sus creadores ¬–y para las miles de personas que la practican en todo el mundo– la permacultura es una manera lógica de vivir. Por ejemplo, se pueden construir casas con materiales locales que pueden soportar incendios, temblores, o huracanes, ya que nos adaptamos a las exigencias climáticas del lugar.
En este sentido, los asentamientos humanos no rompen con el paisaje, sino que se integran de manera armoniosa. Se filtran las aguas grises y negras, se calienta el agua con la energía solar, se cultiva sin pesticidas sintéticos, se reintroducen especies nativas o se hacen estanques que reflejen la luz del sol a nuestra casa, ahorrando dinero en electricidad. También se crean espacios que maduran a largo plazo pero que eventualmente se vuelven muy estables y requieren un mínimo de mantenimiento. La filosofía de la permacultura se basa en el cuidado del ambiente y del ser humano en una interrelación sana, perdurable, autosostenible y respetuosa.
En un modelo como este, todo el conocimiento es útil y no se contrapone la ciencia con el arte o las humanidades, por lo que tenemos que buscar soluciones personales, familiares y comunitarias. Médicos, abogados, pintores, maestros, curanderos, pueden crear una comunidad muy fuerte, ya que la cooperación es mejor que la competencia.
La permacultura sugiere cuidar de nuestros recursos de manera racional manteniendo un buen estado de salud mental, física y emocional. Nosotros los herederos de las magnificas civilizaciones que habitaron el continente, hemos recibido un conocimiento muy profundo que debemos practicar en cada rincón del planeta. La permacultura es un concepto relativamente nuevo, es importante recordar que nuestros abuelos la practicaban miles de años atrás. Es hora de retomar esta sabiduría para ser amos y no esclavos de nuestro destino.