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El proceso en sí, de juntar una palabra con otra para estructurar un pensamiento de manera que sea comunicable, no debería de doler. El arte de escribir es un placer y por eso quienes escribimos andamos siempre en esto, ya sea escribiendo propiamente tal o pensando sobre qué escribir o recordando lo que ya escribimos. Es un placer y, en consecuencia, desarrolla una necesidad, una pulsión, una forma de enamoramiento. Lo que sí puede doler es la materia sobre la que escribimos y, en el terreno autobiográfico, esto es doblemente cierto porque la materia somos nosotros mismos y incluyendo nuestras penas y dolores. Pero nuestra vida tiene momentos de todos los colores y si todo lo pintamos de negro caemos en la monotonía, de manera que hasta el lector más empático, terminará por hartarse. Además, el negro se ve más negro en contraste con un color brillante. El relato biográfico es más rico y más interesante si contiene segmentos aparentemente intrascendentes. Puede ser que su atención o su motivación esté centrada en contar un evento traumático, pero eso no quiere decir que relate solamente eso. Todo lo contrario. Mientras más dramáticos son los eventos, más necesitan un contexto que los suavice para que, por contraste, tengan más impacto en el lector. Por otra parte, no se necesita que una vida tenga una gran carga de sufrimientos para que valga la pena contarla. Todas las vidas, sin excepción, son interesantes. El meollo del asunto estriba en la forma de narrarlas. Es la forma, al final de cuentas, lo que engancha al buen lector. Recapitulando: ¿esto de escribir, duele? Afirmé al principio que el acto mismo de escribir no debería de doler. Sin embargo, otros autores (creo que muchos), les dirán que todo esto de escribir no solo duele sino que, para ser de calidad, debe doler. En la próxima columna examinaremos ese otro punto de vista.

Eugenia Gallardo
14 marzo 2023
Raleigh NC