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En el territorio compartido del idioma no existen solamente las palabras, las estructuras que les dan sentido, los giros locales, las convenciones gramaticales y ortográficas, etc. Existe además un bebedero, una fuente de frases ya hechas o expresiones que denominamos lugares comunes. Provienen de hallazgos interesantes o efectivos que algún autor le regaló a la humanidad y la humanidad, agradecida, quiso mostrar su admiración repitiendo la tal frase y adornando o mejorando su literatura con ella. Ese autor pudo ser un poeta, un novelista, un orador, un filósofo… un periodista. Y así, el bendito lugar común llegó sin hacer ruido a nuestro cerebro y empezamos a usarlo inconscientemente como propio, sin cuestionarlo. Eso es normal, así funcionamos los humanos: imitando. Ahora bien, aquí estamos afinando nuestros recursos para contar nuestra propia historia con efectividad y gracia, con ánimo de impactar y entretener, de arrojar luz sobre las conductas, de decir lo que tenemos derecho a decir y, en este contexto, es necesario que examinemos el tema de los lugares comunes. Examinar, tomar conciencia de lo que estamos haciendo para después decidir si lo queremos seguir haciendo y con qué propósito. Propongo que tomemos uno de los textos que hemos escrito y que le busquemos los lugares comunes. ¿Encontró, por ejemplo, “romper el silencio”, “la punta del iceberg”, “una cortina de humo”, “la oscuridad de la noche”, “un brillante amanecer “, “una abnegada madre”, “un padre ejemplar “, “un silencio sepulcral “, “una lágrima rodando por una mejilla”, “una luna plateada “, “una dulce viejecita”? Saque la lupa, lea en voz alta… y cuando encuentre un lugar común pregúntese si era eso realmente lo que quería decir y si le sirve o no a la autenticidad de su narrativa. En la próxima columna pensaremos qué hacer con los lugares comunes: en qué lugar los ponemos o de dónde los quitamos o si conviene dejarlos dándoles un giro personal.
Eugenia Gallardo
18 enero 2023
Raleigh NC