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Image by imordaf (Pixabay)
Viajar al mar un día martes es algo extraño, claro que no es normal. Pero eso sucedió. Decidimos aventurarnos a las playas de Poneloya, para ser más precisos, a la bocana. El calor intenso de semana santa nos obligó y todos, de alguna manera, nos pusimos de acuerdo. Y zarpamos.
En el camino compramos frutas, melones, mangos lisos y mechudo, sandías, de todo un poco. Olvidaba decir que los dos vehículos que nos transportarían, iban tan llenos, que me sacrifiqué. Abordé un bus de los nuevos del mercadito de Sutiaba, aunque confortable, me tocó viajar de pie todo el trayecto, iba lleno de gente. Pero, por lo menos no era de aquellos chimbarones amarillos, lentos y destartalados de hace unos años, cuando las carreteras estaban en estado deplorable, con tremendos huecos. ¡Uf! Había que pensarlo hasta diez veces para viajar.
Ahora es diferente. Las autoridades municipales, con el apoyo de un hermanamiento internacional, las han dejado en tan excelentes condiciones, que en menos de treinta minutos uno se transporta a la playa, para disfrutar de la generosidad natural.
Estábamos alegres en uno de los ranchos de la bocana, degustábamos boquitas de pescado, refresco de coco pelado y devorábamos las frutas. Los murmullos se confundían con la música de roconolas, en una endiablada mezcla de canciones. Fue entonces, cuando la silueta de un niño de aproximados cuatro años de edad, me llamó la atención. Estaba agachadito mirando fijo al mar. La expresión de su rostro era de asombro, al observar aquella mancha azulada que le infundía curiosidad.
El niño agarró una piedrecita y la lanzó al agua. El efecto que produjo al caer fue un gran descubrimiento, ¡fenomenal!
Los bañistas semidesnudos, despartían entre risas y bailes. Los hombres con sus calzonetas y las mujeres con sus vestidos de baño, excepto una señora gorda que estaba a pocos metros del grupo. Como lo suyo no era exhibir partes de su cuerpo, se lanzaba al agua con lo que traía puesto.
Pero el pequeño continuaba inmerso en su aventura visual, un punto que se confundía con los tonos grises del paisaje. Se acercó a él una mujer tan delgada como el horizonte, de lejos daba la impresión que iba a desaparecer.
—Venga, Gustavito, vamos a bañarnos –dijo la mujer al niño.
Él se levantó brusco de la arena e intentó correr, pero no pudo. Los brazos elásticos de aquella mujer lo atraparon…
—No, yo no quiero. ¡Déjeme! ¡Auxilio!
No pudo escaparse. Cuando estuvo en los brazos de la mujer, sus gritos fueron de espanto, el pánico fue más grande que el mar. Los dos se hundieron en el agua; el niño intentó la fuga sin resultado. A partir de ese momento estuvo condenado al suplicio, hasta que, por fin, la mujer salió del agua y puso al niño en la arena, quien temblaba de frío y de miedo.
En cuanto se sintió libre, corrió desesperado sin mirar atrás, quería estar lo más lejos del mar
La tarde se disipó en un canto de sol, sobre las enramadas. Aquella mujer, tan flaca como una L, resultó ser su protectora, aunque para Gustavito, aquella tarde, fue su verdugo. De alguna forma lo había castigado sin merecerlo.
Mientras el niño Gustavito mordía un pedazo de sandía, pensó:
«Tal vez no fue bueno mirar el mar y jugar con sus aguas; tampoco fue bueno lanzarle piedritas, porque seguro le dolían. Por eso me salió esa señora extraña, muy extraña».