El censor es esa vocecita que nos fastidia cuando estamos escribiendo. Dice que porqué mencionamos esto o aquello o porqué usamos esa palabra o si algo se va a malinterpretar o si la historia rompe con algún pacto no explícito de confidencialidad familiar o si estamos copiando el estilo de alguien, etc. El censor no se conforma con entrometerse en lo ya escrito, también se encarga de interrumpir y de no dejarnos escribir, como los gatos sentados en los teclados de las computadoras o cazando el lápiz. Para jugarle la vuelta a semejante espíritu chocarrero se inventó la escritura automática. Consiste simplemente en escribir todo lo que se nos venga a la cabeza, sin reflexionar, sin intentar ser lógicos, sin ordenar las ideas, incluso sin construir frases. Puede ser una sencilla lista de palabras inconexas o conexas (si de manera natural así salen). El punto es no parar de escribir para que al censor no le de tiempo de censurar o de advertir. Conviene ponerse un límite para realizar el ejercicio intensamente, pero con la tranquilidad de saber en qué momento vamos a parar. Esto es importante porque la mente no quiere volverse loca ni arbitraria y nos ordena que retomemos el control. ¿Qué límite nos ponemos? Puede ser que establezcamos cinco minutos o tres hojas de cuaderno: al llenar las hojas o sonar la alarma paramos, estemos donde estemos. A medio ejercicio puede ser que la cabeza nos diga: ya no tengo nada, pero uno sigue y escribe aunque sea “ya no tengo nada”, el asunto es no detenerse. Y cuando lleguemos al límite que nosotros mismos nos impusimos, el reto es no seguir, aunque estemos engolosinados con lo que está fluyendo: ese rico chorro de la palabra. En la escritura automática nos dejamos ir en caída libre pero respetamos los límites para ganar confianza y seguridad. Les aseguro que el gato censor se aburre y se duerme y nuestra escritura produce diamantes que de otra manera no sabríamos que guardamos en el alma. Más adelante veremos qué hacer y qué no hacer con estos escritos. Recordemos que para escribir nuestra propia historia ya establecimos un espacio privado, un tiempo sagrado y sin interrupciones y un lugar secreto para proteger nuestros textos. Usemos esas herramientas para los ejercicios de escritura automática. Es un consejo sano: no salgan corriendo a compartir sus escritos; se arriesgan a toparse con un censor de carne y hueso, no el imaginario del que hemos hablado, un censor de carne y hueso que por ignorancia o mala fe, suelte un comentario que los paralice. Al empezar a escribir nuestra historia, si la vamos a asumir con integridad, honestidad y entereza, estamos vulnerables y debemos tratarnos con delicadeza. Ver nuestra historia por escrito es un regalo tan maravilloso que el proceso merece amor y cuidado. Amor sí: porque es una declaración de afecto y de consideración a la vida que nos ha tocado vivir. En la próxima columna exploraremos diversos niveles de escritura automática y qué hacer con los textos que nacen de los ejercicios.