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viernes, diciembre 8, 2023

Una mujer de éxito

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Wilson Rogelio Enciso
Wilson Rogelio Enciso
Escritor colombiano (Chaguaní, 4/15 de julio de 1958), profesional en Ciencias Políticas y Administrativas (Administrador público), especializado en Administración de la Planeación Urbana y Regional y diplomado en: Docencia Universitaria, Educación Virtual, Educación a Distancia y Planeación Estratégica. Laboró con el Estado colombiano entre 1978 y 2015 y fue docente universitario de 1986 a 2012. Es autor de una saga de dieciséis novelas, dos en proceso y cuatro en perspectiva, dos compilaciones de narraciones románticas y más de sesenta relatos. Obras publicadas: La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe , 2016, novela. Con derrotero incierto , 2017, novela. Enfermos del alma , 2018, novela. El frío del olvido , 2019, novela. Amé en silencio, y en silencio muero , 2017, compilación de narraciones románticas. Matarratón, 2021, novela. Es autor de cuentos y relatos que sube de manera periódica a redes y que publica en Revista Latina NC , en Escondite Literario Tropical y en su página wrenciso.com . Fundó y gestiona desde 2016 la iniciativa literaria: Una novela para cada escuela . Busca incentivar la lectura desde el aula de clase en lugares remotos y de difícil acceso a la literatura, tanto en su país como en otras partes del mundo.
Foto tomada en la Plaza Botero, Medellín, Colombia,

Aquella guapa y elegante mujer comenzó por decirme que casi treinta
años después, y por causalidad o curiosidad de madre, ella le volvió a escuchar
a su padre esa recomendación a la cual, por considerarla otro de sus
‘sermones’, o quizá palabrería destemplada, entonces poco caso le hizo, ni
importancia alguna le dio. Me compartió, también, que, sin embargo, al ir
pasando los años esta se le convirtió en más que en un referente: ¡en un reto!,
y algo así como en el combustible para las metas que se propuso, sobre todo
después de los veinte; muchas de las cuales cumplió en cuanto a estudio,
trabajo y, en parte, en relación con su vida social y familiar; pero a su acomodo
y concepción en particular.
—Quizá por ello —enfatizó una vez nos llevaron los jugos de naranja, en
los que también coincidimos—, cada vez que obtengo logros, y tras ingentes
esfuerzos en cada oportunidad, me quejo dentro de mí porque… es evidente
que esa única vez cuando me habló al respecto, y como desde entonces me lo
repito en silencio, siendo usted el primero en escuchar este lamento: mi viejo
del todo no fue claro; creo que le faltó concretar cosas y darme más luces y
herramientas para mi vida de adulta… ¿o no, señor escritor?
Eludí responderle, carecía, hasta ese momento, de argumentos para
hacerlo. Ella, ante mi mutismo, probó una porción de su fruta y continuó.
—En ocasiones siento hasta rabia porque cuando fallo o triunfo en algo,
cuando necesito que me aclare las reglas de la vida, que me diga si estoy o no
en lo correcto, si era así o no que debía actuar en esto o en aquello, si no le
pregunto o digo de forma expedita lo que quiero o necesito, que nunca lo hago
respecto a esas tres reglas de su recomendación, él jamás chista nada; no dice
ni mu. Se limita a mirarme fría y fijamente, sin nunca llegarme a contradecir,
como tampoco a reiterar, aclarar, modificar o mejorar su mandinga
recomendación.

—Por la descripción que hace de él, señora Lina Luna, su padre parece
ser un hombre egregio —fue lo único que se me ocurrió decir para no volver a
quedarme callado ante su pausa —, ¿qué edad tiene su padre?
—No mucho, jamás le gustó la fama, tampoco los reconocimientos ni
figurar en nada público… usted debe tener unos cinco o siete años menos que
él, calculo, por lo que al ser casi contemporáneos quizá entienda la razón por la
cual, cuando triunfo y corro a contarle solo me da un abrazo —la espigada
dama respondió mis dos preguntas, pero las empató retomando el hilo de su
conversación—, me estampa un beso tímido en la mejilla y me dice con
destemplado aliento:
—Muy merecido, hija, me alegra, que lo disfrutes.
—Cuando es lo contrario… ¿qué pasa? —me sentí impelido a
preguntarle, fijándome en esos dos zafiros seductoras que tenía por ojos, entre
sus mejores atributos ubicados en esa trigueña y atractiva faz, conservada con
esmero para evadir el azote de los cuarenta y tantos años que tal vez tendría,
como deduje con rapidez a partir de los datos suministrados, así como en uno
que otro ineludible rasgo de imposible disimulo.
—Igual, señor escritor: me abraza, besa y dice:
—Hija, revisa en qué fallaste y lo intentas de nuevo; sé que lo alcanzarás
algún día, tienes con qué y te lo mereces, no eres de las dadas al fracaso.
Volvió a pausar su relato para degustar una tostada untada con
mantequilla y mermelada.
—Siento que no he podido superarlo, ni ser lo que tal vez él hubiese
querido o esperaba de mí —continuó tras un sorbo de chocolate—. Esto, pese
a que, como ingeniera informática gano diez veces más de lo que él ganaba
cuando tenía mi edad, pequeño salario con el que se jubiló, a que hablo tres
idiomas, tengo dos posgrados y ocho diplomados, conozco cuatro continentes
y ocupo un cargo de alta dirección en una multinacional de tecnología
comunicacional. Él siempre fue un empleado profesional en la misma empresa,
nunca aprendió otro idioma y jamás salió del país, ni siquiera de vacaciones.
Todavía así, no sé, creo que él esperaba más de mí. ¿Qué?, ¡no sé! Lo pienso
de esa manera, sobre todo tras escucharle la misma recomendación que hace
poco él le dio a mi hija mayor, de casi diez años, la edad que tenía yo cuando
me la hizo en esa humilde casa de aquel barrio obrero en el que siempre ha
vivido y de donde provengo.
—Entonces, abuelo… ¿qué es lo que me quieres decir? —le escuché a
mi hija, quizá sin que ninguno de ellos se percatara de que yo desde la cocina
auscultaba la conversación que sostenían en el jardín interior de mi enorme
casa suburbana para los fines de semana—. Me tienes intrigada con lo de la tal
recomendación para ser una mujer de éxito en la vida.
—Comenzaré por decirte, jovencita, que el éxito es el resultado feliz de
una actuación emprendida por alguien, y sin menoscabo para nadie —le
comentó mi padre a mi hija mayor, como a mí esa vez—; siendo la vida la más
importante, compleja y larga de las actuaciones que realiza todo ser humano.
—Entonces, siendo así, abuelo, ¿cómo es que se logra el tal éxito ese
del que hablas?
—Decirlo y oírlo es simple, hacerlo implica disciplina, tiempo,
tranquilidad y mucha voluntad.
—Algo así también dice la monja rectora en el colegio…
—Lo primero, jovencita, es hacer siempre de manera correcta y
cumplida las cosas que te correspondan a lo largo del tiempo, así no sean las
que hubieses querido, te hayas propuesto, creas merecer o sientas que mejor
puedes hacer.
—Entendido… ¿la segunda, abuelo?
—Durante esa actuación… jamás causarle mal a nadie ni dañar nada,
por más que alguien te lo haya ocasionado. Esto implica evitar lesionar, no solo
a las personas, sino, so pretexto de proteger la economía, seguir lacerando la
frágil casa azul que nos prestó el universo por un ratico. El rencor entre
congéneres, enjundia exclusiva de humanos, encona la herida e impide que el
alma sane y vuele limpia y tranquila a la siga de la cima prístina. La ambición
material desmedida solo nos llevará más rápido al cataclismo en donde tarde
comprenderemos el verdadero valor de un vaso de agua, un soplo de aire
limpio y un atardecer tranquilo.
—La primera parte suena como a eso de poner la otra mejilla… la
segunda, a ecología y medio ambiente, temas que enseñan y nos repiten en
clases de religión y ciencias naturales. Bueno, abuelo, y ¿la tercera?
—Tal vez la más difícil… hoy por hoy…
—¡Rápido, abuelo!, que en dos minutos tengo un chat con las amigas
del cole…
—Sí, entiendo, me habías dicho de ese compromiso… La tercera, en
especial, brindarle ayuda desinteresada, callada y en la medida de tus
posibilidades a quien la necesite o te la pida, ¡así nadie te la haya ofrecido
durante tus dificultades y penurias!
—Entendido, abuelo, te resumo, entonces: hacer bien lo que nos
corresponda, nos guste o no, evitar causarle daño a la gente y al planeta tierra,
y ayudar a quien esté a nuestro alcance y en la media de lo posible.
—Así es, jovencita. Si logras hacer estas tres cosas al unísono, y te
reitero, si al hacerlo te genera satisfacción, llegado el momento comprenderás
y valorarás lo exitosa que ha sido tu vida, con independencia de lo poco,
mucho o nada guardado en tu alcancía. Éxito que es sinónimo de felicidad y
que, con el paso de los años, se convierte en el máximo galardón que la vida le
puede conceder a un ser, a más de racional, ¡sensible!; cada vez más escasos
por doquier, dado que la equivocada filosofía confunde dinero y poder con
alegría.
—Gracias, abuelo, lo tendré en cuenta… ahora voy a mi alcoba porque
mis amigas ya están conectadas para la pijamada virtual —le dijo mi hija y se
paró de su lado, cruzó por la cocina, me sonrió y se digirió a su alcoba en
donde se encerró.
La alta ejecutiva hizo otra pausa para terminar su desayuno. La
secundé, pero sin perder de vista sus agradables facciones y expresiones
corporales que me confirmaban la veracidad de la inédita y escondida historia
que quiso contarme tal vez para desahogarse con un extraño con quien quizá
jamás se volvería a ver, como en efecto acontece hasta el momento de publicar
este relato.
—En ocasiones pienso —continuó—, y se me raya el seso con eso,
que el tema de la insatisfacción de mi padre, si es que está insatisfecho
conmigo, como me imagino, o como lo siento, nada tiene que ver con el
estudio, el trabajo, mis ingresos, los viajes y mi rol de madre y ama de casa; en
esto siento que me ha ido bien, que soy exitosa…
—Entonces… señora Lina Luna, ¿por qué motivos su padre tendría que
estar insatisfecho con usted?
—Por mi vida afectiva, en específico, por lo de mi esposo, sospecho.

—¿Sí… por qué?
—Mi padre, al respecto, como hoy lo analizo tras cincuenta años de
matrimonio con mamá, ha sido un hombre de tradición, rectitud, ejemplo, y
según él: «Aunque pobre, haber llegado a viejo con la tranquilidad del deber
cumplido sin haberle causado mal a nadie…». Además, parece saberlo todo, y
no sé, ¡ignoro cómo diantres lo hace!, pero hay cosas que de repente saca
como del sombrero. Imagínese, señor escritor, estaba casi segura de que nadie
más que yo sabía sobre algunas cosas que me he guardado, que hacen parte
de mis secretos más refundidos e íntimos… los que, tal parece, del todo no los
son para él.
—Señora Lina Luna —intervine al sentirme algo sofocado y al
imaginarme lo que seguiría contándome—, por lo general la edad y la
experiencia traen sabiduría e intuición, por lo que al oír a un adulto al joven le
parece como si este adivinase las cosas.
—Puede ser… Jamás le conté a nadie, sin embargo, él lo sabe, por el
comentario al margen que algún día me hizo, lo de mi primera relación… que
más que eso fue una violación algo consentida a mis vedados once años y por
cuenta de un familiar. Si sabe esto, o lo intuye, desde luego que conoce, o
¡intuye!, lo de mi difícil vida afectiva con mi… disipado y reposado marido:
«¡Inmaduro, irresponsable y descarado!», como parece que me lo gritan sus
ojos, señor escritor, cuando él me mira ante ciertas posturas y concepciones de
mi esposo.
La dama guardó silencio por un momento. Opté por respetar su pausa.
Estaba agradecido por haberme querido contar su escondida historia, siendo
un completo desconocido para ella. Me la quiso participar, intuyo, cuando nos
presentamos y le dije que mi oficio era escribir. Nos tocó compartir mesa para
el desayuno en el restaurante del bonito Hotel Diez en donde coincidimos, ella
en un viaje de negocios, yo en una visita relámpago para hacer entrega de
algunas de mis obras en las bibliotecas públicas de esa primaveral ciudad
intermedia, ¡siempre en flor!
—Quizá por eso —retomó la historia—, y en aras de mi tranquilidad y
proyecto marital, opté por asumir las riendas… eso sí, tratando de mantener
guardada tal situación. Intento mostrar, como sea, hacia afuera, en especial
hacia mis padres, una vida marital normal, de pareja, colaborativa, como la de
ellos… sin lograrlo del todo, al menos frente a mi imperturbable viejo, y ni
siquiera, ahora, ante mi hija mayor luego de la charla que ella tuvo con papá
respecto al éxito y su engomada teoría.
—Señora Lina Luna, discúlpeme, creo entender la inquietud, así como la
duda que tiene frente a su padre “y su engomada teoría” respecto a su
guardado secreto doméstico, pero ¿por qué, ahora, involucra a su hija mayor?
—me causó curiosidad y le pregunté.

—Casi quince días después de esa conversación que escuché a
hurtadillas entre mi padre y mi hija, esta se me acercó y me preguntó con gran
disimulo, como buscando no ser vista ni escuchada por nadie más que yo:
—Madre, tengo una pregunta…
—Te escucho, hija, adelante, con confianza, como siempre te he dicho:
además de ser tu madre, te reitero, también soy tu amiga y compinche.
—Madre, ¿eres exitosa?
—La verdad, señor escritor, tras recordar las palabras que mi padre me
dijo hace tanto tiempo, las que le repitió a ella, casi de memoria, en el patio de
mi casa campestre dos semanas antes, me fue difícil y comprometedor
contestarle; sin embargo, tenía que darle una respuesta.
—¡¿Qué le respondió?! —le pregunté con exaltación porque estaba más
que intrigado por la respuesta que le habría dado a su hija esa vez.
—¡Sí, claro!, ¿no te parece, hija? —le manifesté.
—¿Y? —le insistí.
—Mi dulce y bella hija me miró, se sonrió, se me acercó y me dio un
beso en la mejilla. Luego, se marchó hacia su alcoba. Tenía otra vez una video
charla con sus compañeras, o eso es lo que suele decir cuando se encierra,
cada día más seguido y durante más tiempo. Desde ese día, cada que nos
vemos, solo nos sonreímos y, como si lo evitáramos, obviamos aquel tema…
no sé hasta cuándo, espero que no sea por siempre, ni para cuando tal vez sea
demasiado tarde; menos ahora que ella comienza el oscuro laberinto de sus
once, el que desemboca en el callado silencio de los doce, camino al tortuoso
de los trece e insufribles catorce…

Quedé atónito. Terminamos al tiempo los rezagos del desayuno. Antes
de levantarnos de la mesa se me quedó mirando y sonrió con picardía,
entonces, me solicitó, tras coger su elegante y costoso bolso, dispuesta a
pararse, por lo que la secundé y fui y le corrí la silla:
—Cuando escriba esta historia, señor escritor, por favor, solo cambie
algunas cosas… por ejemplo: mi nombre… me gustaría figurar como Lina Luna
Lineros López, una mujer de éxito.

Gracias, señora Lina Luna Lineros López,
donde quiera que esté,
por compartirme esta interesante historia
que en algo transfiguré a solicitud suya.

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