Fue el 3 de mayo de 2017. Ya tenía contemplada la cita para reunirme con un conocido escritor israelí, en una famosa cafetería al sur de la Ciudad de México. Seríamos él, yo, y otras cincuenta personas, que también habían pagado una Master Class con él.
Como gran admiradora suya, llegué mucho antes de la conferencia. Tenía ganas de saludarlo antes que nadie, conocerlo antes que nadie, que me firmara un libro antes que nadie. Llegué, y la cafetería, que también era librería, se encontraba en perfecta calma. No había ni asomo de la multitud de fanáticos que mi imaginación recopilaba para la magnitud de tan distinguido invitado. Di muchas vueltas por toda la librería, hasta que encontré la entrada al recinto de la conferencia. Me formé primera; veinte minutos después, llegó más gente y se formó detrás de mí. Nunca antes sentí tanta emoción de, por fin, ser la primera en algo.
Todavía faltaban unos cuarenta minutos para la cita. Y empecé a sentir el profundo llamado de la naturaleza que me invitaba a buscar un sanitario. Tras aguantar unos minutos, parecía que no iba a resistir más tiempo, mucho menos esperar a que nos dieran lugar en la conferencia. Fiel a la costumbre de las filas, le pedí a la mujer detrás de mí si podría asegurarme mi lugar en lo que yo regresaba. Me alejé un poco, y busqué a un empleado para preguntarle acerca de la ubicación de los baños. Recibida la indicación, caminé hacia el lugar…pero mi distracción me llevó a chocar con alguien: un hombre de apariencia simpática, con camisa a cuadros, a quien pedí de inmediato una disculpa; él sólo sonrió. Otro hombre, que venía de una dirección distinta, saludó efusivamente al de camisa a cuadros: ¡Hola, buenas tardes! Qué gusto de verte.
Sin prestar atención a lo que parecía ser un reencuentro entre dos buenos amigos, me dispuse a entrar a mi destino.
Había comenzado con lo mío, cuando algunas mujeres, que ya se encontraban lavándose las manos, comentaron con emoción “ya están entrando, ¡vamos!”. Apresuré la faena lo humanamente posible, me lavé las manos (importantísimo), y volví a mi lugar en la fila…el cual, por supuesto, ya no existía. La inmensa fila avanzaba con cierto ritmo, y no me quedó sino quedarme al último lugar, la última silla, en un espacio plano donde tenía que estirar el cuello para ver al centro. Me encontré una buena amiga en lo que avanzaba la fila, y ella lamentó no poder meterme en el lugar contiguo al suyo. Suspiré, mi encuentro con Keret no iba a ser lo que yo esperaba.
La conferencia comenzó puntual, ya con todos los asistentes dentro, y con quien sería el traductor del Maestro: un hombre de mediana edad que nos dio la bienvenida, agradeció, y nos pidió un caluroso aplauso para aquel simpático hombre de camisa a cuadros llamado Etgar Keret, el mismo con quien había chocado de camino al baño.
Me sentí estúpida al caer en cuenta de que no me había tomado la molestia de memorizar su rostro, antes de asistir al evento.
Keret habló con fluidez acerca de cómo construye ideas, de qué manera recomienda escribir, y para mi deleite, habló un poco acerca de mis dos cuentos favoritos. Al término de la cátedra, vino una serie de preguntas y respuestas. Era mi momento, la oportunidad de generar un lazo con él, la ilusión de conectar de alguna manera telepática esa empatía de conocer a otro escritor para que él recordara mi rostro, y que, cuando leyera algún texto mío, dijera “claro, es de aquella mujer en México; Robles, creo que se apellida”.
¿Pero qué iba a preguntarle?
Comenzó un hombre con una pregunta bastante específica: En su cuento titulado Tal, que acá tradujeron como Tal, difiere en el párrafo X con respecto a la edición Y de la Z, ¿usted se encuentra enterado de esas correcciones?
Otra persona preguntó después en qué momento se inspiraba más para escribir. Keret mantenía una sonrisa apacible y franca, contestó con calma cada pregunta hasta que el moderador anunció lo que sería la última pregunta. Y ahí estaba yo de nuevo, ¿qué iba a preguntarle? Mentiría si digo que he leído todos sus libros, o que todos sus cuentos me han parecido de lo más fascinantes. Había sido bastante claro con su cátedra, no tengo ninguna duda real que este hombre no hubiera explicado con pasión una hora antes. Y entonces, otra mano ganó la oportunidad.
Era una chica, tal vez de mi edad. Vestía de rosa, cabello de colores, es todo lo que recuerdo. Y entonces, la conexión fue de ella. “Maestro Keret, yo soy su más grande fan, de verdad me he leído tooooodos sus libros, me encanta como escribe y así, sobre todo el cuento tal, y el cuento tal, y el otro cuento tal; sus libros me han cambiado la vida y, bueno, esto la verdad no es una pregunta, es una oportunidad para decirle lo mucho que ha significado para mí su escritura en mi persona, ¿puede ver estas marcas?”, y estiró un brazo, “esto yo me lo hice hace unos años porque ya no quería vivir, estaba cansada, pero encontré ese libro de usted, que, se lo juro, de verdad me salvó la vida, es usted grande entre los grandes porque…” voz llorosa, “¡pues es un chingón, señor Keret! Acá en México así le decimos a la gente como usted, un chingón de los grandes”.
Claro, todo eso no fueron sus palabras exactas, pero es lo que puedo recordar de aquella chica rosa de cabello de colores. También recuerdo que me picaba la axila, ese día había probado una nueva marca de desodorante que, al parecer, causó un poco de irritación con la reciente depilada. Me concentré en mi picazón mientras el traductor hacía lo posible por pasar a Keret el mensaje de la Chica de Rosa, y finalmente, el buen escritor sólo tuvo a bien suspirar un ‘thank you’.
Luego, el traductor/moderador anunció que procedería la firma de libros, en exclusiva para los que habían sido clientes de la librería. Afortunadamente, mi pago de la master class incluía un libro del Maestro. Ya eran casi las 10 de la noche, yo vivía a dos horas y media del lugar, pero ya había pasado tanto, que no quise desistir. No se me había hecho conectar con Keret; sin embargo, su sabiduría no pasó desapercibida, y me prometí que seguiría sus consejos e instrucciones para continuar mi labor literaria.
Todas las personas se tomaban su tiempo con él: le hablaban, se tomaban muchas fotos, casi todos iban en grupo así que mientras uno se sentaba con el escritor, otro les fotografiaba. Mi amiga se había quedado hasta atrás en la fila, no recuerdo por qué no coincidimos de nuevo. El caso es que iba completamente sola, con un smartphone lentísimo y de baja resolución en cámara.
Llegó mi turno dentro de poco tiempo. ¿Qué hago, le digo que me firme? ¿O quizá, será este el momento de conectar?
Tomó mi libro y su pluma. Preguntó mi nombre. Lo escribió correcto a la primera. Era ahora o nunca.
-Señor Keret- le dije en atropellado inglés- muchas gracias por venir, espero que le guste México.
-Es bastante bonito, un gran país- me contestó en un inglés fluido, con pronunciación clara y suave.
-Lo que me gusta de sus cuentos- continué- es que las situaciones, personajes, calles, todo se siente, de alguna manera, muy parecido a México, a pesar de estar inspirados en un lugar tan lejano como Israel.
-Claro, es que son muy parecidos ambos países. Por eso me gusta venir acá.
Nadie nos apresuraba, pero mis nervios me decían que sí, que ya había tomado demasiado tiempo, que todos tenían prisa como yo. Saqué mi teléfono, y nos tomé una selfie. Tenía tiempo de un par de palabras más.
-Señor Keret- tartamudeé-, yo…Yo también soy escritora.
-¡Qué bien, Jessica! Me encantará leerte algún día.
Muchas gracias por haber leído este relato. Generalmente, escribo acerca de cosas que me suceden en mi rutina diaria y que me parecen curiosas, interesantes, o extrañas; sin embargo, también tengo interés en escribir acerca de temas de salud e interés público, compartirles un poco acerca de mi proceso de creación literaria, y quizá reseñas de obras que esté leyendo. Espero que esto sea el inicio de una relación larga con ustedes, queridos lectores.
Jessica Robles Calderón
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