Era una de las primeras veces que hacía compras para mí sola, así que la emoción de poder adquirir productos que normalmente no estarían en mi lista hizo que echara en mi carrito cosas que probablemente no fueran tan útiles.
Había leído hace poco que se recomienda no beber el agua sola, sino que es posible hacerla más nutritiva agregándole un trozo de jengibre fresco. Recordé la información al tener frente a mí esas grandes raíces, así que tomé uno de buen tamaño. Creo que era lo último que agregué a mis compras, porque lo siguiente que recuerdo, es estar formada en la fila para pagar.
El cajero, un muchacho de unos veintitantos años, pasó mi mercancía con destreza, pero se detuvo al llegar al jengibre. Sacó su lista donde están anotados los códigos de alimentos a granel, rebuscó un par de veces y, al fracasar, volteó hacia su compañera detrás de él.
-Oye, ¿cuál es el código del azafrán?
–Achis, no sé, deja busco.
-Ya busqué en la lista y no lo encuentro.
Confundida, pensé que era hora de intervenir.
-Disculpa, no es azafrán, es jengibre.
-Es azafrán.
El empacador, un hombre de unos sesenta años, se ajustó los lentes para mirar el producto.
-Huélelo, hijo-, le sugirió,- así sabrás qué es.
El muchacho embarró su nariz en el tallo; luego, lo pellizcó con una uña, y lo volvió a oler.
-Huele a azafrán.
-¿Ya encontraste el código?- Preguntó la cajera a quien había pedido ayuda un momento antes. Sin embargo, la mujer se quedó mirando un instante a lo que el chico sostenía:- ¿Eso es lo que vas a cobrar?
-Sí, es un camote de azafrán, ¿no?
-Eso es jengibre.
-¿Ya ves?- Insistí.
-Que no, es de azafrán. Llámale a la supervisora para que me dé el código.
Hasta ese momento, mi cerebro comenzó a trabajar con normalidad; es decir, comencé a molestarme como cualquier persona que lleva más de cinco minutos en la fila en espera de que le cobren un producto; además de hacerme dudar acerca de si en verdad aquello era una raíz del jengibre, y no el azafrán, cuya imagen de especia pequeña que tenía en mi mente quizá no encajaba con la realidad. La cajera de junto también dudó, ya que le preguntó a la clienta que despachaba si es que eso era jengibre.
La supervisora llegó con mi cajero, preguntó cuál era el problema.
-No tengo el código del azafrán.
-El azafrán se vende en frasquito, ya trae código de barras, a verlo.
El muchacho estiró la raíz en su mano.
-Eso es jengibre, hijo.
-Es un camote de azafrán.
Éramos tres contra uno. Pero él tenía completa seguridad en sus conocimientos de botánica. Si hubiera tratado de venderme cualquier cosa con el mismo ímpetu y confianza, le hubiera comprado dos. Sin embargo, por esta ocasión tendríamos que sacarlo de su error.
-El azafrán no es una raíz, es una especia más pequeña- comenté. El muchacho apenas me miró.
-Ya te dije, el azafrán lo vendemos en frasco, esto es un jengibre, y este es su código- la supervisora marcó unos números en el teclado.
-¡Pero a mí me olía a azafrán!
-Ay niño, pues no sé a qué te huela, pero de plantas no sabes.
Muchas gracias por haber leído este relato. Generalmente, escribo acerca de cosas que me suceden en mi rutina diaria y que me parecen curiosas, interesantes, o extrañas; sin embargo, también tengo interés en escribir acerca de temas de salud e interés público, compartirles un poco acerca de mi proceso de creación literaria, y quizá reseñas de obras que esté leyendo. Espero que esto sea el inicio de una relación larga con ustedes, queridos lectores.
Jessica Robles Calderón
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